UPálida, con los ojos enrojecidos de llorar. No duerme, ni come. Y siente un agudísimo dolor general que no sabe determinar. Sólo con mirarla se estremece y se le llenan los ojos de lágrimas. Tiene poco más de treinta años y acaba de romper la relación con su novio.Una pesada hipoteca le ha hecho pensar al muchacho que quién le mandaba a él asumir tantas responsabilidades. Mi amiga piensa ahora cómo afrontará sola los pagos, ya pesados incluso para dos. Pero sobre todo que ha tirado a la basura cinco años y que se diluye la idea de formar una familia. “Nunca más”, dice. Pero volverá a caer.

Esta eternamente repetida historia me inspira hoy ternura y una enorme solidaridad. Le digo que se lo tome como una enfermedad, porque lo es, y que apenas tiene paliativos. Dice ella que jamás le ha dolido nada tanto. Y así es. Pero se pasa: con el tiempo. Arañando, cercenando, con cada hachazo un corazón que termina siendo insensible a los cantos de sirena del amor. Sólo ésos –que no es poco- son los efectos secundarios de una dolencia que no mata, pero lo parece.